viernes, 23 de marzo de 2007

HISTORIA DE LA NARRACIÓN ORAL (2)

MISTAGOGO


SONDA NUMERO UNO
SOBRE NARRACIÓN ORAL


II. Los gamines hablan pero no escriben

El prestigio que alcanzó la escritura en el siglo XX es muy difícil de superar por una elemental razón: estaba asociada, de manera automática, a una incuestionable respetabilidad intelectual. La escritura se asociaba con las formas más exigentes del pensamiento y con las más sofisticadas del discurso que exponía los pormenores de ese pensamiento exigente. Nunca se pensó que la escritura pudiera ser popular. Pueblo y escritura eran dos términos que se repelían mutuamente, pues se daba por sentado que el pueblo jamás se podría asociar a las destrezas mentales de una reflexión profunda, que sí son propias de las formas más logradas de la escritura. Al pueblo -se creía y se cree- lo mueve básicamente la obediencia, y en sus momentos más audaces, el instinto. El pueblo, se supone, no es complejo, ni exigente, ni sofisticado. El pueblo es un animal de carga, que nada tiene que ver con las filigranas mentales de una vida culterana.

Lo anterior no quiere decir que la mayor parte de lo que se escribe en el mundo no se vaya convirtiendo, a medida que se publica, en un gran cúmulo de basura. De hecho, las editoriales universitarias, por ejemplo, que por su naturaleza deberían gozar de una credibilidad incontrovertible en cuanto a la calidad de lo que publican, en opinión de respetables personalidades del mundo editorial, perfectamente y sin menoscabo de la aventura del conocimiento, podrían prescindir del noventa por ciento de lo publicado, lo cual, a mi juicio, es muy significativo.

Así, cuando hablo de la escritura, hablo de esa escritura que está en el inconsciente colectivo, depurada de los pormenores incómodos de la realidad, que nos recuerdan que un periódico como El Espacio, es un periódico escrito. Que hay malas actrices de televisión que jamás en su vida han hecho nada memorable, y sin embargo, escriben y publican sus memorias. No. Hablo de una escritura ideal, y que con todo y ser ideal, encarna misteriosamente en la pluma de los grandes maestros como Henry James, por ejemplo.

La narración oral en el siglo XX estaba asociada a las tradiciones populares de origen rural. Era un asunto de campesinos, y se la asociaba, en consecuencia, a una forma de creación literaria ingenua, con un cierto valor intrínseco y un relativo valor formal. Era uno de esos productos humanos que se miran con una condescendencia superior, como ciertos adultos miran los garabatos que dibuja en su cuaderno un niño. Sonríen comprensivamente ante él, el producto, pero no se le toma en serio. De hecho, la narración oral se asocia con la infancia de la humanidad, y antes que se convirtiera en un fenómeno urbano, se la admitía como materia de investigaciones antropológicas, sociológicas, o de otro orden, emprendidas por la academia. La narración oral, en cierto sentido, tenía el mismo valor de una totuma de guarapo, una mochila arhuaca, una figura de tagua o cualquier artesanía surgida de la gruesas y callosas manos del pueblo. Escuchar las narraciones tradicionales, era más una labor de investigadores que de diletantes. La narración oral, no se asociaba con el arte. Carecía de esa conciencia artística, de ese querer hacer una obra de arte, de la voluntad estética que imprime el artista a lo que hace. Estaba más cerca de los chistes populares que los representantes de la chusma cuentan cada ocho días en el programa televisivo de humor llamado Sábados Felices, que de la pulcra escritura de Gabriel García Márquez, por ejemplo. La narración oral, al sentir de muchos, era una especie de pariente bobo, que por misteriosos designios de Dios había sobrevivido precariamente desde la época de las cavernas. Y mientras el bobo sea dócil y no de problemas, todos estamos dispuestos a tolerarlo, siempre y cuando se mantenga prudentemente en el oscuro cuarto de atrás, donde su presencia no incomoda. La narración oral, era boba. Todos nos sentíamos superiores ante ella, exactamente como nos sentimos superiores frente a un bobo, un obrero o un gamín. Y en cuanto a éste último, anotamos aquí una verdad de Perogrullo que circulaba en los pasillos académicos y que nos da una idea de cómo se la valoraba: “es muy posible que un eminente profesor imite fonéticamente el habla de un gamín, pero es muy difícil que el gamín imite del profesor eminente, su escritura”. Admitámoslo: cuando la narración oral no era definitivamente boba y pretendía ser traviesa, tenía algo de “gaminoso”. La narración oral, como las artesanías, tenía que ser tranquilizadora. No como el arte, inquietante.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente el propósito de escribir sobre la narración oral. Debe rescatarse del ostracismo en que la tienen las demás consideradas "artes"
La expontanéidad de la narración oral la hace más exigente que cualquier otra forma de expresión oral o teatral

Anónimo dijo...

primo rojas, es un buen punto lo de la narracion oral es boba, estoy de acuerdo, hay que saber expresar las ideas, y no tirarlas al aire como una pelota.